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Gabriel Miró hacia 1922 |
1921
En febrero
llegué a ver personalmente en la Puerta del Sol a Azorín y a Pío Baroja, mis “dos primeras adoraciones en nuestra literatura”. Era demasiado joven todavía: no
había vivido ni leído lo suficiente y
vivía encandilado (más tarde calibraría mejor mi devoción)
En
el balneario de La Hermida (Santander) me enredo en otro amorío pasajero (un “flirt”, por acomodarme al neologismo de
entonces): esta vez con una asturiana reumática que intentaba eliminar su ácido
úrico en esos parajes. Yo trabajaba allí como administrativo, ocupación que me dejaba tiempo para leer:
Baroja, Azorín, Xenius, Pérez de
Ayala, Knut Hamsun, Andreiev, Goncourt, Pedro Mata y una antología de poetas
franceses. Mi padre me había buscado ese
trabajo para poder tener tiempo para prepararme unas oposiciones a oficial de
Gobernación. Tampoco me presenté.
Creo recordar que fue por esta época
cuando descubrí, junto a Pedro Caravia, la profundidad de la obra de Unamuno (a
quien tanto debo y quién tanto me debe –el balance, para la historia que
todavía no conozco en ese entonces, refleja un “debe” a su favor)
Conozco personalmente a Tarsin,
escritor bastante leído en el momento, que fue deportado a Siberia por el
gobierno del Zar y pertenecía al partido socialista ruso. No comulgo, por
entonces, con las ideas socialistas.
El
7 de marzo muere Paco Rello. Esto afecta tanto a su hermano, Guillermo, que le
hace abandonar su actividad literaria. La tertulia de Platería empieza a
desmembrarse.
Con
La historia del niño triste que yo fui participo en un concurso de
novela convocado por el Círculo Literario de Madrid el 30 de abril.
1922.
Andanzas
de Ulises Redingot, uno de mis cuentos publicados en la
revista Buen Humor, en colaboración
con Pedro Caravia, gana un premio de 500 pesetas. (Algunos de los cuentos firmados por Guillermo Rello para
esta revista son en realidad míos, pero eso ya no importa). Me indigné cuando la
dirección de la revista puso en duda la autoría (le parecían demasiado buenos,
demasiado filosóficos; los creía traducidos del francés): entonces dejé de
escribir para esa publicación.
Publico
docenas de cuentos en Calleja
y Rivadeneyra a 5 o 6 pesetas, aunque prometieron pagarme hasta 20,
como en Buen Humor.
A mediados de este año la tertulia de Platerías
desaparece. Pedro Caravia, mi alma gemela, mi alter ego, se mantendrá hasta el
final de sus días y más allá, a pesar del desgarro que la guerra causará y que
como en El Cid (en la separación de Jimena y Rodrigo), nos arrancará al uno del
otro como la uña de la carne (física e ideológicamente).
En primavera acabo la novela La Madre,
muy influida por la lectura de La tía
Tula de Unamuno (publicada en 1921, cuando el autor tenía cincuenta y seis
años y yo apenas unos indecisos dieciocho) Pero no me decido a publicarla.
(Visto desde esta orilla del tiempo, independientemente de su calidad, que no
era buena, hubiese sido una premonición de parte de mi vida sentimental). Llego
a leerla a algunos amigos en ese verano con la intención, después de algunos
retoques, de entregarla a Caro Raggio o a Ruiz Castillo. No hice tales retoques
y el proyecto se desinfla.
Durante el verano intensifico el
ritmo de lecturas: clásicos españoles, Bernard Shaw, Valle-Inclán, Stendhal,
Maeterlinck, Anatole France, Verlaine, Gerardo Diego y García Lorca.
La esfera me publica unos poemas
escritos a los dieciséis años y enviados tres años antes. Aparecen con una
ilustración de Verdugo Landi. Quedan como testimonio, difícil de encontrar hoy,
de todo lo que reniego como autor. Nada anterior a este 1922 merece ser leído.
En
octubre me matriculo de segundo de Derecho. Para compensar el aburrimiento de
esas clases, asisto como oyente a las de “Teoría de la Literatura y de las
Artes”. La carrera “impuesta” por mi padre y las inercias sociales de lo
conveniente me aburren y falto más que voy a clase.
Heliodoro
Carpintero me presenta en casa de Gabriel Miró. Es veintitrés años mayor que yo
y vive alejado del mundillo intelectual y, desde 1920, instalado en la Madrid. Las cerezas del cementerio (publicada,
creo, en 1910) es un monumento literario del que debo seguir aprendiendo. Desde
ese momento Gabriel Miró es uno de mis mejores amigos: su devoción sustituye a
la de otros como Baroja o Azorín.
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Edición de La Tía Tula de Unamuno en Renacimiento en 1921 |