domingo, 13 de julio de 2014

Mi vida desde esta otra orilla IV (1921-1922)




Gabriel Miró hacia 1922


1921

En febrero llegué a ver personalmente en la Puerta del Sol a Azorín y a Pío Baroja, mis “dos primeras adoraciones en nuestra literatura”. Era demasiado joven todavía: no había vivido ni  leído lo suficiente y vivía encandilado (más tarde calibraría mejor mi devoción)

         En el balneario de La Hermida (Santander) me enredo en otro amorío pasajero (un “flirt”, por acomodarme al neologismo de entonces): esta vez con una asturiana reumática que intentaba eliminar su ácido úrico en esos parajes. Yo trabajaba allí como administrativo,  ocupación que me dejaba tiempo para leer: Baroja, Azorín, Xenius, Pérez de Ayala, Knut Hamsun, Andreiev, Goncourt, Pedro Mata y una antología de poetas franceses. Mi  padre me había buscado ese trabajo para poder tener tiempo para prepararme unas oposiciones a oficial de Gobernación. Tampoco me presenté.

         Creo recordar que fue por esta época cuando descubrí, junto a Pedro Caravia, la profundidad de la obra de Unamuno (a quien tanto debo y quién tanto me debe –el balance, para la historia que todavía no conozco en ese entonces, refleja un “debe” a su favor)

         Conozco personalmente a Tarsin, escritor bastante leído en el momento, que fue deportado a Siberia por el gobierno del Zar y pertenecía al partido socialista ruso. No comulgo, por entonces, con las ideas socialistas.
         El 7 de marzo muere Paco Rello. Esto afecta tanto a su hermano, Guillermo, que le hace abandonar su actividad literaria. La tertulia de Platería empieza a desmembrarse.

         Con La historia del niño triste que yo fui participo en un concurso de novela convocado por el Círculo Literario de Madrid el 30 de abril.


1922.

         Andanzas de Ulises Redingot, uno de mis cuentos publicados en la revista Buen Humor, en colaboración con Pedro Caravia, gana un premio de 500 pesetas. (Algunos de los cuentos firmados por Guillermo Rello para esta revista son en realidad míos, pero eso ya no importa). Me indigné cuando la dirección de la revista puso en duda la autoría (le parecían demasiado buenos, demasiado filosóficos; los creía traducidos del francés): entonces dejé de escribir para esa publicación.

         Publico docenas de cuentos en  Calleja  y Rivadeneyra a 5 o 6 pesetas, aunque prometieron pagarme hasta 20, como en Buen Humor.

         A mediados de este año la tertulia de Platerías desaparece. Pedro Caravia, mi alma gemela, mi alter ego, se mantendrá hasta el final de sus días y más allá, a pesar del desgarro que la guerra causará y que como en El Cid (en la separación de Jimena y Rodrigo), nos arrancará al uno del otro como la uña de la carne (física e ideológicamente).

         En primavera acabo la novela La Madre, muy influida por la lectura de La tía Tula de Unamuno (publicada en 1921, cuando el autor tenía cincuenta y seis años y yo apenas unos indecisos dieciocho) Pero no me decido a publicarla. (Visto desde esta orilla del tiempo, independientemente de su calidad, que no era buena, hubiese sido una premonición de parte de mi vida sentimental). Llego a leerla a algunos amigos en ese verano con la intención, después de algunos retoques, de entregarla a Caro Raggio o a Ruiz Castillo. No hice tales retoques y el proyecto se desinfla.

         Durante el verano intensifico el ritmo de lecturas: clásicos españoles, Bernard Shaw, Valle-Inclán, Stendhal, Maeterlinck, Anatole France, Verlaine, Gerardo Diego y García Lorca.

         La esfera me publica unos poemas escritos a los dieciséis años y enviados tres años antes. Aparecen con una ilustración de Verdugo Landi. Quedan como testimonio, difícil de encontrar hoy, de todo lo que reniego como autor. Nada anterior a este 1922 merece ser leído.

         En octubre me matriculo de segundo de Derecho. Para compensar el aburrimiento de esas clases, asisto como oyente a las de “Teoría de la Literatura y de las Artes”. La carrera “impuesta” por mi padre y las inercias sociales de lo conveniente me aburren y falto más que voy a clase.

         Heliodoro Carpintero me presenta en casa de Gabriel Miró. Es veintitrés años mayor que yo y vive alejado del mundillo intelectual y, desde 1920, instalado en la Madrid. Las cerezas del cementerio (publicada, creo, en 1910) es un monumento literario del que debo seguir aprendiendo. Desde ese momento Gabriel Miró es uno de mis mejores amigos: su devoción sustituye a la de otros como Baroja o Azorín.


Edición de La Tía Tula de Unamuno en Renacimiento en 1921