domingo, 13 de julio de 2014

Mi vida desde esta otra orilla IV (1921-1922)




Gabriel Miró hacia 1922


1921

En febrero llegué a ver personalmente en la Puerta del Sol a Azorín y a Pío Baroja, mis “dos primeras adoraciones en nuestra literatura”. Era demasiado joven todavía: no había vivido ni  leído lo suficiente y vivía encandilado (más tarde calibraría mejor mi devoción)

         En el balneario de La Hermida (Santander) me enredo en otro amorío pasajero (un “flirt”, por acomodarme al neologismo de entonces): esta vez con una asturiana reumática que intentaba eliminar su ácido úrico en esos parajes. Yo trabajaba allí como administrativo,  ocupación que me dejaba tiempo para leer: Baroja, Azorín, Xenius, Pérez de Ayala, Knut Hamsun, Andreiev, Goncourt, Pedro Mata y una antología de poetas franceses. Mi  padre me había buscado ese trabajo para poder tener tiempo para prepararme unas oposiciones a oficial de Gobernación. Tampoco me presenté.

         Creo recordar que fue por esta época cuando descubrí, junto a Pedro Caravia, la profundidad de la obra de Unamuno (a quien tanto debo y quién tanto me debe –el balance, para la historia que todavía no conozco en ese entonces, refleja un “debe” a su favor)

         Conozco personalmente a Tarsin, escritor bastante leído en el momento, que fue deportado a Siberia por el gobierno del Zar y pertenecía al partido socialista ruso. No comulgo, por entonces, con las ideas socialistas.
         El 7 de marzo muere Paco Rello. Esto afecta tanto a su hermano, Guillermo, que le hace abandonar su actividad literaria. La tertulia de Platería empieza a desmembrarse.

         Con La historia del niño triste que yo fui participo en un concurso de novela convocado por el Círculo Literario de Madrid el 30 de abril.


1922.

         Andanzas de Ulises Redingot, uno de mis cuentos publicados en la revista Buen Humor, en colaboración con Pedro Caravia, gana un premio de 500 pesetas. (Algunos de los cuentos firmados por Guillermo Rello para esta revista son en realidad míos, pero eso ya no importa). Me indigné cuando la dirección de la revista puso en duda la autoría (le parecían demasiado buenos, demasiado filosóficos; los creía traducidos del francés): entonces dejé de escribir para esa publicación.

         Publico docenas de cuentos en  Calleja  y Rivadeneyra a 5 o 6 pesetas, aunque prometieron pagarme hasta 20, como en Buen Humor.

         A mediados de este año la tertulia de Platerías desaparece. Pedro Caravia, mi alma gemela, mi alter ego, se mantendrá hasta el final de sus días y más allá, a pesar del desgarro que la guerra causará y que como en El Cid (en la separación de Jimena y Rodrigo), nos arrancará al uno del otro como la uña de la carne (física e ideológicamente).

         En primavera acabo la novela La Madre, muy influida por la lectura de La tía Tula de Unamuno (publicada en 1921, cuando el autor tenía cincuenta y seis años y yo apenas unos indecisos dieciocho) Pero no me decido a publicarla. (Visto desde esta orilla del tiempo, independientemente de su calidad, que no era buena, hubiese sido una premonición de parte de mi vida sentimental). Llego a leerla a algunos amigos en ese verano con la intención, después de algunos retoques, de entregarla a Caro Raggio o a Ruiz Castillo. No hice tales retoques y el proyecto se desinfla.

         Durante el verano intensifico el ritmo de lecturas: clásicos españoles, Bernard Shaw, Valle-Inclán, Stendhal, Maeterlinck, Anatole France, Verlaine, Gerardo Diego y García Lorca.

         La esfera me publica unos poemas escritos a los dieciséis años y enviados tres años antes. Aparecen con una ilustración de Verdugo Landi. Quedan como testimonio, difícil de encontrar hoy, de todo lo que reniego como autor. Nada anterior a este 1922 merece ser leído.

         En octubre me matriculo de segundo de Derecho. Para compensar el aburrimiento de esas clases, asisto como oyente a las de “Teoría de la Literatura y de las Artes”. La carrera “impuesta” por mi padre y las inercias sociales de lo conveniente me aburren y falto más que voy a clase.

         Heliodoro Carpintero me presenta en casa de Gabriel Miró. Es veintitrés años mayor que yo y vive alejado del mundillo intelectual y, desde 1920, instalado en la Madrid. Las cerezas del cementerio (publicada, creo, en 1910) es un monumento literario del que debo seguir aprendiendo. Desde ese momento Gabriel Miró es uno de mis mejores amigos: su devoción sustituye a la de otros como Baroja o Azorín.


Edición de La Tía Tula de Unamuno en Renacimiento en 1921

sábado, 20 de abril de 2013

Mi vida desde esta otra orilla III (1920)

Con algunos compañeros de Derecho de esa época.
Soy el segundo por la derecha de la segunda fila

     En 1920 terminé el Bachillerato (con premio en Religión, matrícula de honor en Historia de la Literatura, sobresaliente en Lengua Castellana, Geografía e Historia de España - pero con aprobados en Geometría, Álgebra, Física, Química,...-). Me matriculé en la Facultad de Derecho de Madrid en abril por presión paterna, para compensar una frustración de mi padre que no haré sino incrementar porque nunca la acabaré, como él.  Por entonces, los hermanos Rello me presentaron a Pedro Caravia Hevia: este gijonés fue desde aquel encuentro mi amigo del alma, mi alma gemela (había nacido, como yo, en 1902, pero pudo alargar su existencia hasta 1984: murió en Goviendes, donde tantas veces estuvimos juntos)

         En las tertulias de Platerías empezaba a aproximarme a la teosofía de la mano de unos amigos hispanoamericanos: de esa manera llené el hueco de mi crisis religiosa. El cuento “Una visita y una súplica” , que publiqué en 1922 (un 29 de octubre) en la revista Buen Humor, será una de las excrecencias de ese ramalazo esotérico, aunque con la sordina de mi ironía juvenil.

         Publiqué en Caro Raggio, bajo el seudónimo de Anselmo Reguera, la novela erótico-sentimental Melita busca sensaciones. Por ella conseguí 150 pesetas y un remordimiento por su pésima calidad que me obligó a romper todos los ejemplares que se pusieron a mi alcance. No sé si quedará alguno (sería grotescamente irónico que alguien pudiera conocerme por aquello que he repudiado y no por lo que quise dar a conocer y sigue pululando en aborto o en letra muerta)

         La editorial Calleja me abrió sus puertas y pude publicar diversos cuentos en su colección Liliput a partir de este 1920: Paco y Pepe, La aventura de Sambo, Juanín, Patosín, Panchito, Totó, ...

         El 10 de septiembre, los tertulianos de Platerías celebraron una “Cachupinada hispano-americana”, en honor a su “primer cronista”, que era yo. La francachela era una excusa para despedirse de mí, que marchaba  a Vigo a ver a la novia. Fue un espectáculo, en una línea ramoniana, con música, aperitivo, comida... Todo ello, tal como hoy podemos leer en la convocatoria del festejo, con grandes dosis de provocación vanguardista.

         Ruiz-Castillo, el editor de la colección Biblioteca Nueva,  me encargó la traducción de unas novelas cortas de Tolstoi (que previamente Tarsin había traducido del ruso al francés): doscientas pesetas gané con este trabajo. Antes, este mismo editor me había dado para corregir las pruebas de un libro de Zagorsky sobre economía bolchevique.

         El 2 de noviembre los “‘plateros” celebran otra fiesta, esta vez en honor a los muertos, que finaliza con la visita al cementerio. Enviaron invitaciones en forma de esquelas de defunción:

 El BANCO ROJO invita a Ud. a la fiesta macabra del día de difuntos, que, como es natural, se celebrará el día 2 de Noviembre a las cinco de la tarde”.


Tertulia del café Pombo, de la que era máximo pontífice Ramón Gómez de la Sena,
en el centro de la imagen



La tertulia del café Pombo inmortalizada por José Gutiérrez Solana en 1920


         El 17 de noviembre Ramón Gómez de la Serna, en un acto poco frecuente, me invitó a su “torreón” de la calle María de Molina. Allí, en esa confidencia singular de su audiencia, le pedí consejo: no sabía si publicar en La Tribuna algunos cuentos (con los que pensaba editar un libro titulado Más allá del absurdo) El excéntrico (pero centrado conocedor del negocio editorial madrileño) me lo quitó de la cabeza. De esa visita saco en claro que debo seguir traduciendo para Ruiz-Castillo: es el que más paga y todos los editores exigen el anonimato de los jóvenes traductores. No le hace a él una ofensa particular. Yo estaba molesto porque Ruiz-Castillo le había pagado el doble (400 pesetas) a Tarsin que a mí. Pero era la fuente de ingreso más segura y no cabía la protesta. La revisión de la traducción del Journal des Goncourt también de esos momentos.

         El 22 de noviembre se lee en la tertulia un capítulo firmado por mí de una novela escrita en colaboración con otros “plateros”.
El 23 de noviembre me estreno como colaborador de diarios en El Faro de Vigo.

         En noviembre inicio un Diario (1920-1924): La lectura de Fragmentos de un diario íntimo del suizo Henri Fréderic Amiel abrió la vena wertheriana de mis dieciocho años. No sé qué hice de esas anotaciones.


El orador o la mano, "performance" de Ramón Gómez de la Serna. Podéis verla pidiéndoselo con el cursor a la imagen (que os llevará a los archivos de la filmoteca en línea de RTVE)






sábado, 20 de octubre de 2012

Músicas en la noche




Intentaré ir enhebrando el fluir de mi vida en algunos poemas que recuerdo, sin hacerme demasiado caso: algunos de ellos, como este, me sonrojan ahora por mi falta de pudor de entonces. Publicar textos como el que sigue y dejar en el olvido otros de mayor mérito, mudos todavía, me llena de una rabia que ya no debería sentir.
Este poema apareció en la revista Grecia de Sevilla (publicación ultraísta que vivió entre 1918 y 1920), en su número del 1 de abril de 1919.

             Para Guillermo y Francisco Rello, mis buenos amigos

En el silencio obscuro de la noche,
ha pasado la estudiantina por la calle
en una lírica estela de armonías…

(¿Qué viejo dolor has despertado en mi alma
-¡oh romántica música!-
Y con qué nueva lanzada
laceraste mi corazón?)
Oyendo  los sones fugitivos,
he sentido ascender en mí
-tal una irisada y cristalina burbuja
en la paz de un remanso-,
de lo más recóndito de mi pecho
hasta los labios,
la caricia leve y susurrante
de un nombre de mujer, inefable.
Y el nombre, al salir de mi boca,
Se ha deshecho en un largo suspiro…

Allá en el cielo,
una estrella ha parpadeado;
el saetazo diamantino de una fuente
dijérase que, en su borboteo,
tiene un reprimido trémolo de angustia.
Una flor blanca se ha deshojado…

(¿Qué viejo dolor has despertado en mi alma
-¡oh romántica música!-
y con qué nueva lanzada
laceraste mi corazón?)

                                En Madrid y Marzo de 1919.


Ingenuo, añadí de puño y letra para los hermanos Rello:
“De mi próximo libro Motivos del Ultra, que aparecerá de Abril a Mayo del presente año, y para el que espero un soneto o unas aleluyas vuestras”

sábado, 13 de octubre de 2012

Mi vida desde esta otra orilla II (1916-1919)



En 1916, creo recordar, tuve la primera experiencia amorosa con una mujer: ella tenía unos veintiocho años y yo apenas catorce. De aquello solo me queda la confusión de un “no sé qué que quedé balbuciendo”. No sé si esta experiencia me la proporcionó mi madre, involuntariamente, al llevarme, como solía hacer en verano, a un balneario en el que pasaba un par de meses para fortalecer mi maltrecha salud (y así contribuir a su tranquilidad, siempre inquisidoramente maternal)
         Por entonces leí por primera vez a Unamuno: Nada menos que todo un hombre y El espejo de la muerte. Su admiración adolescente vivirá ya conmigo y crecerá junto al escritor y el hombre que he sido.
En 1918 llegué a ser “redactor jefe” del modesto semanario El Inédito, dirigido por Sainz de Robles: en él aparecieron mis primeros textos publicados, aunque con el seudónimo de Anselmo Reguera.
El lunes 9 de junio de 1919, con diecisiete años, fundé, junto a José María Palomino, Hipólito Hidalgo de Caviedes y otros, una tertulia literaria en el Café Nuevo de Platerías, de la que llegó a hacer propaganda verbal y escrita el mismo Ramón Gómez de la Serna. A ella asistían  personas de la categoría de los citados o de José López Rubio, Sainz de Robles, Pedro Caravia (¡ese  amigo del alma!), Humberto Esquivel o César González Ruano. A finales de diciembre (y hasta julio de 1920, por una disputa con un camarero) tuvimos que abandonar ese local de reunión y pasar a una chocolatería de la calle de Alcalá, cerca de El Retiro: la bautizamos como “El Sotanillo". En julio volvimos a cambiar de sede: nos trasladamos al Café de Castilla hasta noviembre, desde donde volvimos a Platerías en el encuentro número 77 (22 de noviembre de 1920). Esta tertulia tuvo una publicación (“periodiquín” lo llamaba yo), Hispania, en el que llegó a participar Ramón Gómez de la Serna.
         El 30 de junio de 1919 Vando Villar publicó en la revista en Grecia el Segundo Manifiesto Ultraísta. Por entonces (creo que el 1 de abril) edité un poema en esta publicación de vanguardia: “Músicas en la noche”. El texto, fechado en marzo de este año, formaba parte del libro Motivos del ultra, que pensaba publicar en abril o mayo de ese año y que nunca llegó a ser más que un proyecto, como la mayoría de los abortos editoriales que componen mi obra.

viernes, 12 de octubre de 2012

Mi vida desde esta otra orilla I (1902-1915)

Empiezo aquí la rememoración de mi vida a redrotiempo, con la perspectiva privilegiada que me otorga el verme desde fuera de mí, instalado ya en la atalaya de la otra ribera. Repasaré mi vivir y morir al día y esas realidades reflejadas en mis poemas que, al menos, pueden recordarnos unas circunstancias dignas de ser recordadas y que los olvidos han eclipsado. Fui testimonio de la luz y la sombra de una generación que mereció mejor suerte: la suya hubiese sido la de España y hoy estaríamos en otra situación cultural y, por tanto política y económica (pensar al revés es el error que promueve un círculo vicioso del que no salimos). La Edad de Plata prometía una nueva Edad de Oro que pasó a ser de cenizas: yo viví en los fuegos de las almenaras del progreso (aunque sin beneficio personal) y también entre sus despojos humeantes en el exilio.
El catalejo invertido me trae aquí, desde allí.



Nací en Madrid, en la calle Blasco de Garay, un 21 de abril de 1902. Mi padre, José María Quiroga López, era habilitado del Servicio de Incendios de Madrid, trabajo que alternaba con el de contable en un par de empresas comerciales. Él había nacido en Santa María del Villar (Lugo) y no pudo acabar la carrera de Derecho por dificultades económicas: esa espinita intentó compensarla conmigo, como se verá. Mi madre, María Plá Reguera, también era natural de Lugo, aunque de ascendencia levantina. Mi abuela paterna, María Josefa López, vivía en Madrid. Mi abuelo paterno fue notario en Vigo.
A los seis años se me despertó “la manía de leer”, potenciada, seguramente, por el aislamiento al que mi madre me sometía. Doña María Plá era una señora siempre de luto y con moño (así la recuerdo, eternamente ya), muy preocupada por mi poca salud y con el recuerdo vivo aún de la muerte de su primera hija a los dos años: esto me privó de juegos en la calle y del contacto con otros niños. Cuando mi hijo Miguel la visitaba, mi madre también le prohibía salir a jugar y le llamaba Jacobito por recordarle a un hermano suyo muerto. En general, el ambiente familiar era bastante estricto y gris.
        Estuve enfermo, es cierto, en varias ocasiones: en una de ellas llegué a perder la vista durante un año. No me extraña ahora la actitud de mi madre: era un niño melancólico, retraído, tristón y enfermizo.
        El sueldo de mi padre (unas mil pesetas mensuales) me permitía pasar largas temporadas de vacaciones en pueblos de Castilla y Galicia.
         En 1908 nació mi hermana María Teresa: quizá la recuerde más por los fugaces encuentros ya en el exilio que por su nacimiento a mis seis años.
A los once años empecé a ir de forma regular a la escuela para poder preparar mi ingreso en el bachillerato. En septiembre de 1913 ingresé en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid: soy alumno oficial para el curso 1913-1914. Allí entablé amistad con Federico Carlos Sainz de Robles, que será mi primer crítico literario cuando empiece a escribir con trece años.
         Empieza a obsesionarme la idea de la muerte.
         Empiezo a fumar.
En 1915 mi madre, muy preocupada por mi actitud, decide enviarme a Galicia una temporada: al volver a Madrid llevo el inicio de una novela en gallego que no pasará de eso.

viernes, 15 de junio de 2012

EN TORNO A UN NUEVO LIBRO DE VALLE INCLÁN



Un artículo publicado en El Norte de Castilla  en agosto de 1929

Ser eterno tiene sus ventajas. Vivir fuera del tiempo me libera de los límites de la imperfección y me permite mostrarme, sin rubor de falso pedante, en mi totalidad. El texto que hoy rescato del olvido lo publiqué en El Norte de Castilla un 24 de febrero de 1927 y da buena cuenta de cómo supe valorar entonces, sin la seguridad que da la superposición de discursos, desde la agudeza crítica pionera, esa novela que abrirá la espita de la fértil saga de las narraciones de dictadores. Y todo ello desde la conmoción que era todavía la estética del esperpento.
Aquí va…

EN TORNO A UN NUEVO LIBRO DE VALLE INCLÁN
Sacada recientemente a luz en volumen[1], Tirano Banderas por igual ensalzada de la crítica y solicitada de los lectores, alcanza en estos días su segunda edición. Es su autor de los raros escritores que entre nosotros a un tiempo mismo encienden la curiosidad del que suele llamarse gran público- hablando en plata: el que no es del oficio – y ofrecen goce y enseñanza seguros a quienes leen con más atentos ojos. Y es tanto más de notar esto, cuanto que Valle Inclán, hurtándose con ágil quiebro, en cada obra nueva, a la centinela clasificadora, no allana el camino al lector, brindándole, como otros autores, el cómplice carril de una manera, de suerte que no haya sino tomar el libro en las manos para, sin esfuerzo alguno, hallarse encajados en el ya conocido mecanismo de la obra. Esta, así, hácese costumbre, y el lector habitual (Baroja o Azorín y sus respectivos lectores pueden servir de ejemplo en esta relación de autor a público).

            Si al lector queda algún margen, es el de apreciar, en la sucesión de obras, la evolución del autor. Y ya se sabe lo que esto quiere decir: la curva de cualidades y defectos paulatinamente definidos, hasta dar en el punto de empedernecimiento o madurez, llegada la cual autor y lector se contentan con repetirse. Parece como que semejante modo de lectura careciese totalmente de interés para quien no fuese profesor de literatura. Sin embargo, los lectores habituales de Azorín, v. gr; siguen buscando en sus libro últimos las mismas estampas de “los pueblos” de “las confesiones de un pequeño filósofo”, la misma emoción (?) del paisaje, las mismas repeticiones, el sempiterno retablillo de pulcras ñoñeces.

            Imposible tal devoción rutinaria frente a la obra de Valle-Inclán. No hay en ella evolución, en el sentido que esta palabra tiene aplicada a otro escritor cualquiera. La trayectoria del genio valleinclanesco está hecha justamente de sorpresa: de las “sonatas” a “la guerra carlista”, a las “comedias bárbaras”; de las farsas, a “la reina castiza”; de “Divinas palabras” a los “esperpentos” y a este Tirano Banderas. Diversidad viva, expresiva y fluyente, tras la cual existe, sin duda, unidad estética esencial; pero traduciéndose en la diversidad de cada instante con diversa fisonomía y sustancia diversa: creando, en cada paso, alerta siempre, su expresión y lo expresado – Argos y Proteo, que diría el ilustre gachupín don Celes Galindo.

            En efecto, a tiempo que la asenderada “generación del 98” ha exprimido ya sobradamente lo poquísimo que tenía que decir, Valle-Inclán, guiado tan sólo de su intuición poderosa, sin tomar a préstamo ajenas recetas, se remoderniza; esto es, sabe ser actual, con la actualidad por cada momento requerida – de un libro en otro. Recuerdo, a este propósito, que un joven literato, comentando conmigo recientes páginas y dichos de Valle-Inclán, me decía: - Pero, ¿de dónde saca este hombre esas cosas, esas opiniones? Porque él no lee....

            Es muy posible, en efecto, que Valle-Inclán no lea – es decir, que no haya leido a Proust, ni a Joyce, ni las “ideas sobre la novela” de Ortega y Gasset; que a eso, sin duda, llamaba no leer mi interlocutor. Ni, en rigor precisa de ello. Preguntaban en cierta ocasión a Galdós por qué no escribía de estética y de novelística. Y él, por toda respuesta, contestaba “No, no. Hay que dejar a los artistas....” Dudo que haya actualmente en las letras españolas escritor en cuya obra corresponda a la intuición mayor papel del que en la obra de Valle-Inclán desempeña. A la vez, ningún otro ofrece en sus novelas y escritos todos, más depurada y exacta arquitectura, más fino y completo sentido intelectual de la obra de arte y del juego de sus elementos. Basta, para convencerse de ello, con leer los diálogos en que cifra el autor su estética del “esperpento”, en Luces de Bohemia, y tales otros de Los cuernos de Don Friolera. Pero el testimonio definitivo lo depara las páginas de Tirano Banderas.

            Manifiéstase ya en los “esperpentos” una segura tendencia a la simultaneidad de impresión y expresión. Lo descriptivo de ésta truécase en valor dinámico. La frase, en vez de narrar puramente hechos físicos o espirituales, los crea, proyectándolos, vivos y en movimiento, como en una pantalla cinematográfica, sobre la atención de quien lee: expresión directa, frenética, taumatúrgicamente sugestiva -, tan diferente a la expresión literaria ornamental, explicativa, de las primeras obras valleinclanescas. Expresión que haya su más adecuado empleo en esta novela tropical de Tirano Banderas. Estamos lejos de la niña Chole y del Bradomín romántico; lejos de la narración, del personaje cuyas empresas se suceden ante nuestros ojos, dibujándose gradualmente sobre un fondo que completa la novela – o que “está ahí”, simplemente, como en los lienzos de los pintores. En Tirano Banderas no puede decirse que exista el personaje central, el protagonista novelesco. Generalito Santos Banderas no es sino una figura más. Lo que constituye aquí la novela es precisamente el barajarse de figuras y acciones que el autor, con óptica circular, abarca en el giro de un día y en el radio de unas leguas. Inscrita en el cono de la mirada, la suma de convergentes acciones individuales compone una plural acción unánime: cortada al sesgo de su fluir, espontáneo, cotidiano, la vida de una república americana – Santa Fé de Tierra Firme – vibra cálida de luces y de corporeidad multitudinaria, transportada en un amplio aire épico. (Superación de lo individual, como tema y campo novelesco, que puede igualmente advertirse, si bien con diverso tono, en otra admirable y reciente novela española: aludo a El Obispo leproso, de Gabriel Miró ). La epicidad aquí, no emana del tono. El autor no hincha su voz en heroicos vuelos. Inhibiéndose, deja que la acción misma, crespa y abigarrada, juegue su rompecabezas y se nos ofrezca, a la par, en visión simultánea. Esta simultaneidad es, a mi juicio, uno de los mayores triunfos del novelista. La masa de la novela se nos muestra segmentada, aparentemente rota. El prólogo enlaza directamente con el epílogo, cerrando el círculo de la acción, como la sierpe mordiéndose la cola, que simboliza el tiempo en los emblemas orientales. La corte de Tirano. Escenas del congal. Estampas de la cárcel. El campo en armas. Los cotarreos diplomáticos. Los conciliábulos de la gachupía: momentos y aspectos que se atropellan, imponiendo con vigorosa equivalencia su briosa vitalidad. Un poderoso ritmo coordina esta diversidad aparente, reconstruyendo ante nuestros ojos una formidable visión creadora de la vida indiana; verdadera invención de América, su nuevo descubrimiento. Descubrimiento literario, que sitúa a Tirano Banderas en el plano del “Facundo” de Sarmiento y del “Martín Fierro” de Hernández – aunque con significación esencialmente distinta. Estas tres obras, en efecto, son la única continuación digna de las viejas crónicas de Indias. Fuera de ellas tres, todo lo demás es costumbrismo, y no de la mejor ley. Con respecto a la literatura castellana, puede decirse que Tirano Banderas crea gloriosamente la literatura colonial de que pudieron ser cimientos las susocomentadas crónicas de Indias – cuyo sentido y emoción renace por lo demás, y maravillosamente, en el “epílogo“de la novela valleinclanesca.

            El lenguaje en que Tirano Banderas está escrito es otra “invención”. En la dorada nobleza de su romance, incorpora Valle-Inclán voces y giros de toda América, trabados, asimilados, redimidos de su oriundo localismo. Y es que si de algún escritor de la España actual puede decirse que posea el genio del idioma, ése es Valle- Inclán. En toda nuestra literatura, a este respecto, sólo en Don Francisco de Quevedo puede hallársele par. Uno y otro, por caminos diferentes, pero con la misma flexibilidad e idéntico señorío, exprimen el momento histórico distinto, una significación misma. Su estilo tiene el mismo poder de crisol, y si el uno acendra  el castellano clásico, funde el otro y crea el venidero sermo literario de Hispanoamérica: Escritor auténticamente asistido de genialidad expresiva, en suma, alumbra con definitiva forma por la genesiaca virtud de su verbo, una nueva manera de ver o, lo que es lo mismo, un mundo nuevo, dotado de carne y hueso, nervio y sangre estéticos – ya sea la América de, “Tirano Banderas”, o la España de los esperpentos, o esa otra España isabelina y carlista, del titánico “Ruedo Ibérico” cuya publicación se anuncia próxima – y con ella, nueva gloria a quien es, sin disputa, el primer escritor de nuestras modernas letras.

            J. Mª Quiroga Plá      Salamanca, Febrero 1927

Otros artículo publicado en El Norte de Castilla el 6 de julio de 1930



[1] Antes de ahora era conocida ya, fragmentariamente, de los lectores: “El estudiante” (Salamanca, 1925; Madrid, 1925-26), publicó algunos de sus capítulos. Otros – que en el libro componen la “Cuarta parte” – “Agüero Nigromante” – aparecieron en “La novela de hoy” (Madrid, septiembre 1926), con el título de “Zacarías Encruzado, o Agüero Nigromántico”. Finalmente, la revista asturiana “Verba” (Gijón diciembre 1926) ha reproducido el prólogo.

viernes, 8 de junio de 2012

CUANDO te vuelva a encontrar...

3

           CUANDO te vuelva a encontrar,
mañana, esta tarde, acaso
dentro de un mes, ante un vaso,
en el cine, en un bazar,

           quién sabe si en la parada
de un autobús… Bastará
una sonrisa quizá,
apenas una mirada,

           y, como dos colegiales,
nos iremos de la mano,
a descubrir otra vez,

           bajo los arcos triunfales
del atardecer urbano
el mundo en su desnudez.