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Un artículo publicado en El Norte de Castilla en agosto de 1929 |
Ser eterno tiene sus ventajas. Vivir fuera del tiempo me libera de los límites de la imperfección y me permite mostrarme, sin rubor de falso pedante, en mi totalidad. El texto que hoy rescato del olvido lo publiqué en El Norte de Castilla un 24 de febrero de 1927 y da buena cuenta de cómo supe valorar entonces, sin la seguridad que da la superposición de discursos, desde la agudeza crítica pionera, esa novela que abrirá la espita de la fértil saga de las narraciones de dictadores. Y todo ello desde la conmoción que era todavía la estética del esperpento.
Aquí va…
EN TORNO A UN NUEVO LIBRO DE VALLE INCLÁN
Sacada recientemente a luz en volumen, Tirano Banderas por igual ensalzada de la crítica y solicitada de los lectores, alcanza en estos días su segunda edición. Es su autor de los raros escritores que entre nosotros a un tiempo mismo encienden la curiosidad del que suele llamarse gran público- hablando en plata: el que no es del oficio – y ofrecen goce y enseñanza seguros a quienes leen con más atentos ojos. Y es tanto más de notar esto, cuanto que Valle Inclán, hurtándose con ágil quiebro, en cada obra nueva, a la centinela clasificadora, no allana el camino al lector, brindándole, como otros autores, el cómplice carril de una manera, de suerte que no haya sino tomar el libro en las manos para, sin esfuerzo alguno, hallarse encajados en el ya conocido mecanismo de la obra. Esta, así, hácese costumbre, y el lector habitual (Baroja o Azorín y sus respectivos lectores pueden servir de ejemplo en esta relación de autor a público).
Si al lector queda algún margen, es el de apreciar, en la sucesión de obras, la evolución del autor. Y ya se sabe lo que esto quiere decir: la curva de cualidades y defectos paulatinamente definidos, hasta dar en el punto de empedernecimiento o madurez, llegada la cual autor y lector se contentan con repetirse. Parece como que semejante modo de lectura careciese totalmente de interés para quien no fuese profesor de literatura. Sin embargo, los lectores habituales de Azorín, v. gr; siguen buscando en sus libro últimos las mismas estampas de “los pueblos” de “las confesiones de un pequeño filósofo”, la misma emoción (?) del paisaje, las mismas repeticiones, el sempiterno retablillo de pulcras ñoñeces.
Imposible tal devoción rutinaria frente a la obra de Valle-Inclán. No hay en ella evolución, en el sentido que esta palabra tiene aplicada a otro escritor cualquiera. La trayectoria del genio valleinclanesco está hecha justamente de sorpresa: de las “sonatas” a “la guerra carlista”, a las “comedias bárbaras”; de las farsas, a “la reina castiza”; de “Divinas palabras” a los “esperpentos” y a este Tirano Banderas. Diversidad viva, expresiva y fluyente, tras la cual existe, sin duda, unidad estética esencial; pero traduciéndose en la diversidad de cada instante con diversa fisonomía y sustancia diversa: creando, en cada paso, alerta siempre, su expresión y lo expresado – Argos y Proteo, que diría el ilustre gachupín don Celes Galindo.
En efecto, a tiempo que la asenderada “generación del 98” ha exprimido ya sobradamente lo poquísimo que tenía que decir, Valle-Inclán, guiado tan sólo de su intuición poderosa, sin tomar a préstamo ajenas recetas, se remoderniza; esto es, sabe ser actual, con la actualidad por cada momento requerida – de un libro en otro. Recuerdo, a este propósito, que un joven literato, comentando conmigo recientes páginas y dichos de Valle-Inclán, me decía: - Pero, ¿de dónde saca este hombre esas cosas, esas opiniones? Porque él no lee....
Es muy posible, en efecto, que Valle-Inclán no lea – es decir, que no haya leido a Proust, ni a Joyce, ni las “ideas sobre la novela” de Ortega y Gasset; que a eso, sin duda, llamaba no leer mi interlocutor. Ni, en rigor precisa de ello. Preguntaban en cierta ocasión a Galdós por qué no escribía de estética y de novelística. Y él, por toda respuesta, contestaba “No, no. Hay que dejar a los artistas....” Dudo que haya actualmente en las letras españolas escritor en cuya obra corresponda a la intuición mayor papel del que en la obra de Valle-Inclán desempeña. A la vez, ningún otro ofrece en sus novelas y escritos todos, más depurada y exacta arquitectura, más fino y completo sentido intelectual de la obra de arte y del juego de sus elementos. Basta, para convencerse de ello, con leer los diálogos en que cifra el autor su estética del “esperpento”, en Luces de Bohemia, y tales otros de Los cuernos de Don Friolera. Pero el testimonio definitivo lo depara las páginas de Tirano Banderas.
Manifiéstase ya en los “esperpentos” una segura tendencia a la simultaneidad de impresión y expresión. Lo descriptivo de ésta truécase en valor dinámico. La frase, en vez de narrar puramente hechos físicos o espirituales, los crea, proyectándolos, vivos y en movimiento, como en una pantalla cinematográfica, sobre la atención de quien lee: expresión directa, frenética, taumatúrgicamente sugestiva -, tan diferente a la expresión literaria ornamental, explicativa, de las primeras obras valleinclanescas. Expresión que haya su más adecuado empleo en esta novela tropical de Tirano Banderas. Estamos lejos de la niña Chole y del Bradomín romántico; lejos de la narración, del personaje cuyas empresas se suceden ante nuestros ojos, dibujándose gradualmente sobre un fondo que completa la novela – o que “está ahí”, simplemente, como en los lienzos de los pintores. En Tirano Banderas no puede decirse que exista el personaje central, el protagonista novelesco. Generalito Santos Banderas no es sino una figura más. Lo que constituye aquí la novela es precisamente el barajarse de figuras y acciones que el autor, con óptica circular, abarca en el giro de un día y en el radio de unas leguas. Inscrita en el cono de la mirada, la suma de convergentes acciones individuales compone una plural acción unánime: cortada al sesgo de su fluir, espontáneo, cotidiano, la vida de una república americana – Santa Fé de Tierra Firme – vibra cálida de luces y de corporeidad multitudinaria, transportada en un amplio aire épico. (Superación de lo individual, como tema y campo novelesco, que puede igualmente advertirse, si bien con diverso tono, en otra admirable y reciente novela española: aludo a El Obispo leproso, de Gabriel Miró ). La epicidad aquí, no emana del tono. El autor no hincha su voz en heroicos vuelos. Inhibiéndose, deja que la acción misma, crespa y abigarrada, juegue su rompecabezas y se nos ofrezca, a la par, en visión simultánea. Esta simultaneidad es, a mi juicio, uno de los mayores triunfos del novelista. La masa de la novela se nos muestra segmentada, aparentemente rota. El prólogo enlaza directamente con el epílogo, cerrando el círculo de la acción, como la sierpe mordiéndose la cola, que simboliza el tiempo en los emblemas orientales. La corte de Tirano. Escenas del congal. Estampas de la cárcel. El campo en armas. Los cotarreos diplomáticos. Los conciliábulos de la gachupía: momentos y aspectos que se atropellan, imponiendo con vigorosa equivalencia su briosa vitalidad. Un poderoso ritmo coordina esta diversidad aparente, reconstruyendo ante nuestros ojos una formidable visión creadora de la vida indiana; verdadera invención de América, su nuevo descubrimiento. Descubrimiento literario, que sitúa a Tirano Banderas en el plano del “Facundo” de Sarmiento y del “Martín Fierro” de Hernández – aunque con significación esencialmente distinta. Estas tres obras, en efecto, son la única continuación digna de las viejas crónicas de Indias. Fuera de ellas tres, todo lo demás es costumbrismo, y no de la mejor ley. Con respecto a la literatura castellana, puede decirse que Tirano Banderas crea gloriosamente la literatura colonial de que pudieron ser cimientos las susocomentadas crónicas de Indias – cuyo sentido y emoción renace por lo demás, y maravillosamente, en el “epílogo“de la novela valleinclanesca.
El lenguaje en que Tirano Banderas está escrito es otra “invención”. En la dorada nobleza de su romance, incorpora Valle-Inclán voces y giros de toda América, trabados, asimilados, redimidos de su oriundo localismo. Y es que si de algún escritor de la España actual puede decirse que posea el genio del idioma, ése es Valle- Inclán. En toda nuestra literatura, a este respecto, sólo en Don Francisco de Quevedo puede hallársele par. Uno y otro, por caminos diferentes, pero con la misma flexibilidad e idéntico señorío, exprimen el momento histórico distinto, una significación misma. Su estilo tiene el mismo poder de crisol, y si el uno acendra el castellano clásico, funde el otro y crea el venidero sermo literario de Hispanoamérica: Escritor auténticamente asistido de genialidad expresiva, en suma, alumbra con definitiva forma por la genesiaca virtud de su verbo, una nueva manera de ver o, lo que es lo mismo, un mundo nuevo, dotado de carne y hueso, nervio y sangre estéticos – ya sea la América de, “Tirano Banderas”, o la España de los esperpentos, o esa otra España isabelina y carlista, del titánico “Ruedo Ibérico” cuya publicación se anuncia próxima – y con ella, nueva gloria a quien es, sin disputa, el primer escritor de nuestras modernas letras.
J. Mª Quiroga Plá Salamanca, Febrero 1927
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Otros artículo publicado en El Norte de Castilla el 6 de julio de 1930 |
Antes de ahora era conocida ya, fragmentariamente, de los lectores: “El estudiante” (Salamanca, 1925; Madrid, 1925-26), publicó algunos de sus capítulos. Otros – que en el libro componen la “Cuarta parte” – “Agüero Nigromante” – aparecieron en “La novela de hoy” (Madrid, septiembre 1926), con el título de “Zacarías Encruzado, o Agüero Nigromántico”. Finalmente, la revista asturiana “Verba” (Gijón diciembre 1926) ha reproducido el prólogo.